Impresiones e ideas en torno a la película Tiempo, del director M. Night Shyamalan

Tiempo pone en juego una idea brillante, muy bien planteada, pero fatalmente culminada. Es el sino de una buena parte del cine desde hace décadas. Si algo tiene de atractiva y sugerente la película es esa playa donde transcurre toda la película: un lugar que parece sacado de un cuento de Poe o Lovecraft. A la vez paradisiaco y terrorífico; que con la misma fuerza que atrae, aniquila. Semejante a una de esas plantas carnívoras: dulces y venenosas a la vez, lugar que promete disfrute a la vez que sentencia a una cruel muerte. Presentar al espectador este tipo de lugares tan peculiares es una de las tareas más complejas de conseguir en el cine, y máxime cuando esos lugares no son artefactos o productos hechos por la mano del hombre con alguna intención, sino completamente naturales, que simplemente yacen ahí sin más, esperando alguna víctima. Para mí esta idea de un lugar semejante es la única gran aportación de la película.

Pensemos en una isla remota del Caribe o Tailandia, una de cuyas playas yace oculta entre la exuberante vegetación tropical, alejada por completo de las masas de turistas que vacacionan. Una playa virgen, bañada por aguas cristalinas, con una arena blanca y radiante que invita a la relajación y el descanso, y de difícil acceso a través de peñascos de gran altura. Una vez instalados en ella, después de disfrutar toda la mañana miramos a nuestra pareja y vemos que ha envejecido notablemente; lo mismo nos pasa a nosotros y los niños que hace media hora hacían castillos de arena y ahora ya son adolescentes. Aterrados, nos miramos entre sí todos, y sin hallar explicación de qué es lo que puede haber pasado, tratamos de huir del lugar pero no podemos. Al querer salir de allí una fuerza centrípeta que emana del mismo lugar nos nubla la conciencia y después nos desmaya, y al despertar comprobamos con espanto que de nuevo estamos tumbados en la arena de la misma playa. Nos damos cuenta de que tampoco se puede salir por mar, ni escalando algún peñasco. Nada. Y nos horroriza ver cómo el tiempo sigue haciendo mella en nuestro cuerpo, de modo que concluimos horrorizados que la playa tiene la siniestra virtud de acelerar el tiempo de vida de las personas que están en ella, de tal modo que un día equivale a cuarenta o cincuenta años de la vida de una persona. Y entonces pensamos que estamos viviendo una pesadilla y nuestra vida más o menos feliz, más o menos agradable, se derrumba. Pensar que podemos caer en semejante lugar, y que no hay modo de escape es escalofriante. Un lugar en definitiva cuya naturaleza no la podemos controlar, ni superar ni liquidar, es ciertamente inquietante, capaz de hacernos caer en la más absoluta desesperación.

Un lugar con la capacidad de provocar en el espectador tanto horror como lo causan personajes siniestros clásicos del cine de terror (Freddy Krueger, Jason Voorhees o Michael Myers, El payaso de It), pero con dos peculiaridades: primera, como ya dijimos, su apariencia de lugar natural y paradisiaco lo hace si cabe más estremecedor que cualquier cementerio o casa abandona. Segunda, no estamos ante algo deforme o degenerado, sino sencillamente algo sin rostro, nada concreto o localizable sobre lo cual podamos abalanzarnos. Sencillamente es la playa como totalidad, es el lugar en sí lo que da pavor, una playa que aparenta ser como cualquier otra playa. Como digo esta idea terrible del director es lo único salvable de la película porque realmente estamos ante algo capaz de generar mucha angustia en el espectador, capaz de hacerle entrar en pánico sin apelar a nada sobrenatural o de naturaleza especialmente violenta. Saber que lo terrorífico de algo no es su aspecto, sino su naturaleza, la cual pasa desapercibida a la mirada de las personas, y que nos atrapa sin darnos cuenta y una vez la descubrimos, a pesar de ello nos aniquila igualmente sin piedad, todo ello supone un aporte muy valioso al cine de terror. Porque estamos, sin duda, ante una película de terror.

Una película de terror, que nos mantiene enganchados emocionalmente durante una hora y media, y con escenas realmente inquietantes. Hasta que llegamos a los últimos veinticinco minutos, donde desafortunadamente la historia da un viraje de tal calibre, que todo se nos termina cayendo de entre las manos. Y es que el modo de resolver la pesadilla real en la que están inmersos los personajes, pesadilla que va aniquilando poco a poco a cada uno de ellos, la idea de que al final detrás de todo está una farmacéutica y sus experimentos. Que, además, ese lugar macabro tiene un punto débil por el que logran salir dos personajes, de modo que terminan salvándose y denunciando todo el tinglado que tenían montado. Cuando uno asiste a esto, lo juro, a uno no puede más que caérsele de las manos lo que tiene: el café, el dónut, la libreta donde toma apuntes, o lo que carajo tenga entre las manos. ¿Cómo es posible que un director inteligente, respetado, sea capaz de idear un final así, tan mediocre?¿Es que no tenía asesores que pudieran haberle quitado semejante despropósito de la cabeza?¿Cómo es posible que semejante pesadilla tenga un final feliz?¿Tan difícil era cerrar el círculo y dejar sellado para siempre ese lugar de pesadilla, ese agujero negro que engulle implacablemente vidas humanas, sin clemencia, siniestro, mágico?

Lamentablemente un final que hace triunfar al bien (¿buenista?) termina definiendo casi siempre (¡Qué bello es vivir! es una rara excepción) una película como un producto condenado a la intrascendencia. Tiempo quedará grabado en mi memoria por haber sido capaz de emocionarme a través del pánico provocado por un lugar con las características de su playa. Quizás este es el sino de una parte del cine que se hace hoy en día: películas con ideas, tramas, personajes, etc., brillantes, muy sugerentes, poderosas para la imaginación y la inteligencia, pero desarrolladas o culminadas de un modo desafortunado, errado, mediocre, vulgar. ¿Podrá ser posible que alguna vez se hagan obras de entretenimiento sin caer en lo políticamente correcto?¿Tan difícil es provocar y quedarse en la provocación, crear pavor y quedarse en el pavor?¿Es posible que no se le dé ya al espectador todo pre-hecho, pre-cocinado, la pregunta y también la respuesta, el dolor y el modo de curarlo?¿Es posible plantear ideas y buscar que resuenen e impacten en el espectador, dejando que sea él mismo el que después las desarrolle como estime oportuno?¿Podremos recuperar el verdadero espíritu trágico que contiene en su esencia toda auténtica obra maestra? Soy muy pesimista al respecto.

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