Mi comentario a Viaje al pasado de Stefan Zweig

Stefan Zweig
Viaje al pasado
(Acantilado, Barcelona, 90 p
p.)

Viaje al pasado no es la historia de un amor imposible, sino la de un amor truncado, fatalmente interrumpido. Un muchacho de origen muy humilde consigue con gran esfuerzo y sacrificio finalizar su carrera de Química en Fráncfort, entrar a trabajar en una fábrica e ir ascendiendo poco a poco, por su tenacidad y dedicación, hasta ocupar cargos de mayor responsabilidad, y convertirse en el secretario personal del director general. Debido al empeoramiento del estado de salud de éste, que le obliga a permanecer en su casa, se decide que el secretario traslade allí también su residencia para que la marcha de la empresa no se resienta. Y es ahí donde comienza propiamente lo importante: conoce a la esposa del director y desde el primer momento nace entre ellos una atracción que se torna poco a poco en una pasión cada vez más fuerte, obsesiva e incontrolable. Cuando el muchacho sea propuesto para dirigir y supervisar la explotación de nuevas materias primas para la empresa en la región de América, se hace inevitable su traslado a México. Esto supondrá la separación de ambos y ante la inminencia de la partida, en secreto dan rienda suelta a su pasión. Una vez separados y por distintos motivos el muchacho no podrá regresar a Alemania sino hasta pasados nueve años, y es entonces cuando se da el reencuentro de los amantes. Pero para entonces todo ha cambiado: Europa, Alemania, y lo más importante, ellos mismos. Ahora que se da el retorno, que pueden volver a amarse, algo impide que ello se dé, algo que no tiene que ver con su voluntad ni con su situación personal (estar casados, viudedad, etc.), sino con lo que ellos son, porque el tiempo ya hecho que ya no sean los mismos que eran. Y es justo la inevitabilidad del paso del tiempo y los estragos que va ocasionando en la vida de cada uno, la causa de que todo sea distinto, y lo que una vez fue, hoy ya no pueda ser. Estamos ante una reflexión sobre la temporalidad de la vida humana, y sus efectos sobre nuestro ser y nuestro deseo.

No digo nada nuevo cuando afirmo que Zweig es uno de los más talentosos contadores de historias. Tampoco es nada nuevo si digo que uno de los temas recurrentes en su obra narrativa es el del paso del tiempo y sus efectos sobre la vida de las personas. Basta con recordar el título de uno de sus libros más emblemáticos: El mundo de ayer. Zweig tiende a sentirse cómodo contando la historia memorable cuando ésta ya ha tenido lugar, cuando el terremoto sentimental ya ha atravesado las vidas de quienes lo han padecido, cuando reina la calma propia después de la tormenta. Recordar lo vivido, esa fuerza que ha sido capaz de sacar de sus goznes una o varias vidas, ese intento para que ello no caiga en el olvido, y resuene una y otra vez en la memoria de cada lector. Porque la mayoría de las veces lo realmente valioso se nos pasa desapercibido justo en su estar pasando ahora, y sólo más tarde, cuando ya nada puede hacerse, es cuando caemos en la cuenta de su importancia. La vida humana está entregada con pasión ciega al presente, siempre tiene hambre del ahora y ahora y ahora, y sin darse cuenta se convierte en una máquina trituradora de lo que ya no es, finiquitándolo, dejándolo a un lado para que lo engulla esa inmensa bestia insaciable e indómita que es el olvido. Pues bien, en Viaje al pasado encontramos un ejemplo maravilloso de una historia de amor que no deja huella en los libros de historia, pero que conmovió y marcó a fuego para siempre la vida de sus protagonistas.

En Viaje al pasado Zweig presenta una técnica narrativa que le permita transmitir al lector no sólo eso que somos en esencia, a saber, tiempo, tiempo que fluye, que viene y que pasa, sino también la melancolía y tristeza que irrumpe en el lector cuando recuerda que el tiempo pasa, que ya nada es como era, que ya no somos los mismos que antaño, que nada vuelve, que todo perece. Una técnica muy usada después en el cine. Me refiero a la técnica del flashback: situar la narración en el presente y hacer, nunca mejor dicho, saltos o viajes al pasado lejano y al más cercano. En otras palabras, el flashback es el dispositivo que reproduce la naturaleza del recuerdo y gracias a ello que permite “recuperar” el pasado, lo que fue y ya no es. Esa técnica abre el pasado al presente, de modo que ese contrapunto entre el pasado y el presente es lo que confiere dramatismo a la historia, elevando su poder emocional. Y es que a medida que la vida avanza, el recuerdo hace retornar lo que fuimos alguna vez y ya no somos. En el caso de la historia que nos cuenta  Zweig, lo que el amor fue una vez y ya dolorosamente no es ahora. Viaje al pasado es como su propio nombre indica un viaje desde el presente al pasado a través del recuerdo. Un canto al recuerdo como único salvavidas de un pasado que lucha por no ser olvidado. Veamos todo esto con cierto detenimiento reflejado en la novela.

He hecho cinco cortes en la novela para exponer con claridad como Zweig presenta la temporalidad de la que acabo de hablar. Un apunte aclaratorio, a pesar de que el marco general de la narración es clásico, esto es, narrador omnisciente, tercera persona del singular, tiempo pasado, la historia en sí tiene su propia temporalidad independiente, perfectamente coherente y cerrada sobre sí misma: desde un inicio en tiempo presente da un salto al pasado lejano para luego pasar a un pasado cercano y terminar de nuevo en el tiempo presente. Como podrá entenderse la estructura de la novela tiene la forma del recuerdo. Toda ella es un inmenso recuerdo de algo que fue que permite entender lo que va a pasar en el presente. Estamos ante la arqueología de una historia de amor, un recordar-desenterrar lo que ya fue para arrojar luz en lo que es ahora. Todo esto es lo que voy a trabajar en las siguientes páginas:

Primero, que abarca desde la página uno hasta la ocho, situada en tiempo presente, e inicia con el famoso “¡Ahí estás!” que se dicen mutuamente los dos protagonistas al reencontrarse en el andén de la estación central de Fráncfort. Las miradas y la conversación cómplice entre ambos da a entender algo más que un simple encuentro: “se quedaron uno frente a otro sin aventurarse a decir ni una palabra. Sólo cuando uno levantaba la vista, veía, velada por la oscuridad, nebulosa de la incierta sombra de las lámparas, la tierna mirada del otro que se dirigía hacia él con amor” (p. 7-8). Una emoción contenida recorre el cuerpo de los dos, y el lector siente eso mismo. Todavía no se sabe nada de ellos, los protagonistas no tienen nombre propio, solo son un ‘yo’ y un ‘tú’, palabras vacías de contenido, sin rostro, un hombre y una mujer. Lo único que sabemos es que se esperaban mutuamente con gran deseo. Son para nosotros dos perfectos desconocidos. El desarrollo de la novela clarifica ese encuentro inicial, a medida que conocemos más y más a ambos personajes y entonces el vínculo tan fuerte que parece haber entre ellos va cobrando sentido. De este modo tenemos la primera apuesta de Zweig: transitar desde el desconocimiento inicial hacia el conocimiento pleno al final de la novela. A medida que avanza ésta los personajes transitan desde la levedad inicial hasta el peso específico que les otorgan sus historias particulares. Dicho de otro modo, terminan haciéndose de carne y hueso.

Segundo, que abarca desde la página ocho hasta la treinta y ocho, situada en un pasado lejano (hace más de nueve años que se habían visto por última vez). Estamos en el presente, la pareja de enamorados se suben a un tren, se colocan uno frente a otro, y arropados por los sonidos del tren y el paisaje que se desliza por la ventana, se miran mutuamente, con intensidad, y entonces Zweig hace el primer flashback que nos lleva de viaje al pasado, colgados de esa mirada. Se nos relata la vida del joven, su infancia marcada por la pobreza, abriéndose camino como profesor particular para pagarse sus estudios, y como entró a trabajar en la fábrica del señor G. realizando trabajos auxiliares en el laboratorio de planta. Su tenacidad, talento y ambición son valorados rápidamente y su ascenso es rápido hasta llegar a ser secretario del director general. Paralelamente logra dejar las condiciones de vida miserables en la que siempre se había movido y la vida comienza a sonreírle. El director general impedido ya para acudir a las oficinas de la fábrica por una enfermedad que se agrava, decide despachar desde el despacho de su casa, y ahí es donde le ofrecen al muchacho alojarse también allí para poder realizar los trabajos de forma más eficaz. El muchacho acepta y al ser presentado en el hogar a la esposa del director tiene lugar ese acontecimiento que es el origen de lo que más adelante culminará en su historia de amor. Un encuentro que Zweig describe con cierto detalle, sapiente de que de ahí surgirá una pasión que quedará sellada en la vida de ambos para siempre: “en cuanto se encontró con ella por primera vez, antes incluso de que su mirada tanteara el rostro de su interlocutora y abarcara su figura, las palabras de ella le salieron al encuentro irresistibles. ‘Gracias’ fue la primera que dijo ella” (pp. 16.17). Zweig reitera la importancia de la mirada como depositaria de la verdad de lo que está sucediendo. Ya hemos visto líneas más arriba cuando ambos protagonistas estaban en el andén de la estación y también una vez sentados frente a frente en el tren, la importancia de la mirada como reveladora de la complicidad amorosa de ambos, dejando ver lo que las palabras todavía no han confesado, que están enamorados. Ahora recordando el primer encuentro entre ambos en el hall de entrada de la casa del director, la mirada juega un papel semejante, muestra lo que las palabras todavía no enuncian: “sin querer levantó él la mirada, y fue entonces cuando descubrió unos ojos cálidos, afectuosos, que esperaban confiados a los suyos […]. Él tomó su mano: el pacto estaba cerrado. Y desde aquel instante se sintió unido a la casa” (p. 18). Claro está, la casa es el pretexto, lo que queda unido desde entonces es la relación entre ambos.

Zweig dibuja con breves y certeras pinceladas los efectos de ese ‘flechazo de las miradas’ que con el paso de los meses tiñe de amor el corazón de ambos, hasta que pasados dos años llega cada uno a la misma conclusión: lo que pensaban que era admiración “se había convertido en puro amor, un amor obsesivo, desatado, ardiente” (p. 22). Una pasión que por su propia naturaleza reclama consumarse, con la misma fuerza con la que el capullo de una flor reclama su eclosión plena. Esto sucede cuando llegan noticias de que el muchacho debe viajar a México en busca de nuevos yacimientos de minerales necesarios para abastecer la fábrica, abriéndose de par en par un futuro en el que ambos estarán distanciados durante dos años. Esto es sentido como una fractura, un exilio imposible de soportar, al que no se puede sobrevivir: “aceptar aquel puesto significaba abandonar la casa […] El músculo cardiaco se estremeció repentinamente y sintió un dolor mortal, casi desgarrador, ante la idea de prescindir de ella” (p.28). La desesperación nubla sus discernimientos, y en un arrebato consiguen declararse mutuamente el amor que les quema todo su ser: “sus trémulos cuerpos estallaron en llamas y con un interminable beso bebieron hasta saciar su sed y el deseo inconfesado de incontables días y horas” (p. 35). Los últimos diez días ante de su partida los pasaron en un continuo frenesí amoroso, una búsqueda febril del otro, un deseo constante de llenarse con el otro, insaciable. Hasta que finalmente él se va.

Tercero, que abarca desde la página treinta y nueve hasta la cincuenta y cinco, y que tras un breve regreso al presente en el que ambos están sentados en el vagón de tren frente a frente, mirándose intensamente, el relato vuelve a lanzarnos un segundo flashback hacia el pasado lejano, a lo vivido por el muchacho durante su estancia en México. Las primeras semanas fueron espantosas no sólo por la dolorosa separación, sino por no tener noticias de ella. Se entregó en cuerpo y alma a los trabajos encomendados por la Fábrica, buscando olvidarse de sí mismo, alienándose para no sentir el dolor que lo consumía. Llegaron las primeras cartas de ella que leía con auténtica devoción, transmitían una pasión contenida pero conseguir tranquilizarle. Las leía en soledad, en medio de las expediciones, se las aprendía de memoria para repetírselas después, una y otra vez, y lograba con ello dar alivio a su deseo. “Pasaron semanas y meses, matándose a trabajar un año y medio; ya sólo quedaban siete minúsculas semanas para su regreso” (p.45). Tenía ya el boleto para el barco que le llevaría de regreso a Alemania con lo que ello suponía: volver a verla, tenerla entre sus brazos,  dar cumplimiento a una pasión que durante todo este tiempo había permanecido incólume. Pero llegaron noticias nefastas: “Había recibido telegramas de la costa diciendo que Europa estaba en guerra. Alemania contra Francia, Austria contra Rusia” (p.47). Es el estallido de la Primera Guerra Mundial. El tráfico marítimo y la correspondencia epistolar quedaban cortados, su boleto de regreso cancelado y el fuego que había alimentado su amor (las cartas de ella) no volvió a dar señales de vida, de modo que su pasión quedó truncada de nuevo, y con ello todo su ser quedó envuelto en un espiral de desesperación inconsolable porque todo había acabado. Mientras el mundo “se venía abajo por el odio, la guerra y la locura” (p. 51), el destino también le pasaba factura a él gritándole un rotundo y claro ‘no’ a su amor.

Después de una época de autodestrucción, de entrega bruta al trabajo y al alcohol para olvidar, pasó lo que tenía que pasar, y el tiempo fue poco a poco terminando de helar su pasión, colocándola en el desván de las cosas que pertenecen ya al pasado, ido y acabado, y dejó de ocupar un lugar en el presente. Conoció a una muchacha y se casaron, “luego llegó un hijo, lo siguió un segundo, flores vivas que nacían sobre la tumba olvidada de su amor. El círculo se había cerrado: fuera quedaba la ruidosa actividad; dentro, la paz doméstica; y, al cabo de cuatro o cinco años, ya no volvió a saber más del hombre que había sido antes” (p. 51).  

Un buen día terminó la guerra, y le entró la curiosidad por conocer cómo habría quedado de lastimada su patria, la fábrica para la que había trabajado allí, la casa del director jefe, y ella, qué habría sido de ella. Sintió la necesidad de escribirla una carta contando fríamente cómo había transcurrido su vida, su casamiento, etc. Al poco tiempo de enviarla recibió una carta de ella, la cual terminó abriéndola sabiendo que esa apertura desataba algo que ya había sido olvidado, pero que de algún modo y en algún lugar dentro de él latía. Lo que ella le contaba transmitía limpieza, ningún reproche, un sincero afecto y nobleza de corazón. Todo parecía indicar que lo que había sido una subyugante pasión se había tornado en una amistad entrañable: “De su pasado, de aquel encendido ardor de juventud que había consumido sus noches y sus días haciéndole sufrir, ya sólo quedaba un luminoso resplandor, la luz de una amistad serena, cordial, sin exigencias ni riesgos” (p. 55). La correspondencia se hizo habitual entre ambos y pasados dos años decidió viajar a Berlín por motivos laborales y pensó en aprovechar su estancia para ir a saludar a su antigua amada, ahora convertida en amiga.

Cuarto, que abarca desde la página cincuenta y cinco hasta la página setenta, y que nos sitúa con un tercer flashback en un pasado reciente, unos días antes del encuentro de ambos en la estación de tren. Al llegar a Berlín decidió llamarla por teléfono y pasar a su casa: ”volver a oír su voz después de tantos años, una voz que corría sobre campos, tierras, casas y chimeneas, respondiendo a su llamada, acercándose por encima de las millas y de los años, del agua y de la tierra” (p. 55). Hermosísimo uso de la voz telefónica para acercar las dos voces y en ese acercamiento, hacer reverberar ese amor añejo que descansaba en los sótanos de su memoria. Sus voces entraban por sus oídos, retumbando directamente sobre sus corazones y sentían que “algo se había inflamado de repente en su interior” (p. 56). Y lo que despierta y se inflama termina convirtiéndose en una realidad imposible de dominar. Él siente de nuevo las emociones de antaño y ni los contrapesos de su matrimonio e hijos logran aplacar esa realidad que irrumpe con fuerza. A los pocos días la visita y todo su pasado revive con gran ímpetu: la casa en la que trabajó, la puerta de entrada permanecía igual, las estancias y los objetos que recordaba seguían allí, exactamente en el mismo lugar, y todo invitaba a una vuelta al pasado, un regreso a los viejos tiempos. Realmente tenía la impresión de que nunca se había marchado: “en esta casa he vivido yo, algo de mí ha quedado aquí, algo de aquellos años” (p. 59). Era como si su ser se hubiera quedado anclado en esa casa. Ella le recibió con la amabilidad y confianza esperadas. Brotó entre ambos la misma complicidad de antaño. Aquella noche, ya instalado en el cuarto de hotel, él llegó a la conclusión de que “todavía quedaba algo sin resolver, algo por solventar en su relación, y que aquella amistad no era más que una máscara puesta artificialmente sobre un rostro nervioso, inquieto, turbado por la confusión y la pasión” (p. 61). Días más tarde, otra vez en casa de ella le hace una confesión reveladora: cuando uno se hace mayor busca momentos de su vida que no hayan cambiado, que le hagan sentir un reducto de permanencia en la corriente que se lleva y muda todo. Nada parece ser ya como antes. Ella le contesta: “uno envejece, pero sigue siendo el mismo” (p.63). Y él le dice: “¡Todo es como antes salvo nosotros, nosotros no!” (p.65). Dicho de otro modo, ella le hace saber que sigue siendo la misma de antes, esto es, que lo sigue amando con pasión. Él insinúa que el paso del tiempo no sólo afecta a las cosas del mundo, sino también a él y que por tanto ya no es el mismo de antes. Puede verse el sentido antitético de ambas afirmaciones: ¿qué cambia en nosotros con el paso del tiempo?¿Nuestro cuerpo?¿Nuestras ideas sobre el mundo, la sociedad, la moral? Sí, por supuesto. De revolucionarios podemos pasar a ser convencidos conservadores o viceversa. Pero es que las preguntas que se lanzan mutuamente los protagonistas no se colocan en ese nivel. Ellos apuntan a algo más fundamental: ¿realmente el núcleo o fondo más íntimo de nuestro ser, eso que cada cual llama su yo más íntimo, sufre también cambios?¿Tendría sentido decir que con el paso del tiempo no somos lo mismo pero sí el mismo? Pienso que para Zweig son las emociones las que dejan ver justo ese reducto último que nunca cambia del ser humano (ese fondo de identidad), ese yo íntimo que somos cada quien. Voy a tratar de mostrar como en la parte final de la novela lo propone Zweig.

El tiempo se le agotaba, debe volver a México. Un día antes de su partida deciden quedar de nuevo pero no en la casa de ella, sino en la estación de trenes con destino a Heidelberg. Será la última vez que se verán en meses, en años, quizás nunca más.

Quinto, que abarca desde la página setenta hasta el final, y que transcurre ya en el tiempo presente. Nos sitúa justo donde había quedado parado el tiempo para remontarse a los pasados reciente y cercano: los dos frente a frente en un vagón del tren, sus miradas enmarcadas en una ventana por la que pasan velozmente casas, campos, árboles, etc. Zweig es soberbio en su descripción. No puedo transcribir todo, pero la calidad literaria aquí es altísima, y el tratamiento tan sutil de las emociones presentes en la escena es sello personal del autor austriaco: “Ahora no debían pensar en nada, ni querer nada, ni desear nada, solo permanecer así, dirigiéndose hacia lo desconocido, sin tocarse pero sintiéndose, deseándose pero sin alcanzarse, reintegrados en su propio ser. Seguirían así durante horas, una eternidad en ese prolongado crepúsculo, aunque con un leve temblor, ya se perfilaba la idea de que aquello podía llegar pronto a su fin” (p. 72). Esta última parte de la novela requiere una lectura no sólo atenta a las tensiones emocionales latentes que atraviesan toda la narración, sino también a todo un cúmulo de pequeños sucesos que preludian el final. Centrémonos en esto último porque es lo que va rompiendo el encanto recíproco que hay entre los dos amantes, distanciándoles fatalmente. Poco a poco la escena se puebla de indicios poco halagüeños: estando en el tren la alusión al crepúsculo u ocaso, así como el leve temblor inconsciente de ella no presagian nada bueno. Cuando llegan a la estación, al descender ella del vagón “como si se tratara de agua helada, su pie vaciló un instante antes de descender” (p.73). A continuación, la locomotora resopló soltando un silbido con el vapor: “ella se estremeció y lo miró pálida, con los ojos confusos e inseguros” (p. 73). Frío, estremecimiento, confusión, inseguridad. La escena se está tiñendo de sensaciones incómodas, nada que ver con lo podemos esperar de un momento en el que al fin los dos amantes van a culminar su pasión abiertamente, después de tantos años. Algo hay en el ambiente que no encaja, que no invita a la calidez del amor. Ella dice que le hubiera gustado que el tren no se hubiera parado, que hubiera seguido moviéndose, los dos viajando y viajando, en una clara alusión a que el acto de pararse y poner fin al trayecto implica el final de su amor. Por eso, los dos salen de la estación con la sensación “como si algo se hubiera roto en ellos” (p.74).

Salen de la estación de tren y sintieron de golpe el estruendo de los tambores y los gritos jaleando un desfile de militares y estudiantes. Otro indicio que abona al fracaso de la pareja. La descripción hiela la sangre: “desfilaban marcando el paso como un único hombre, haciendo retumbar el suelo al mismo ritmo, la nuca rígida, echada hacia atrás con enérgica resolución, la boca abierta de par en par para cantar, una voz, un paso, un ritmo […] Marchaban las masas al compás, tensando todos los nervios, con una mirada amenazante en el rostro. […] Todos tenían el mismo rostro atravesado por una mirada dura, resuelta, airada […] El paso de las masas marchando, aplastándolo todo, mil voces, mil temperamentos y, sin embargo, un solo aliento, una sola voz, una sola mirada. Odio, odio, odio” (pp. 75-77). Estamos en los finales de la década de los veinte e inicios de la de los treinta. La ideología nacionalsocialista empieza a permear en las mentes de los ciudadanos alemanes, haciéndose con las calles. El ascenso del nazismo será imparable. Nuestros protagonistas son testigos mudos de aquello, transitan por este ambiente enrarecido, premonitorio de un futuro cercano que segará tantas vidas y entre ellas esta historia de amor que fatalmente tampoco podrá sobrevivir ante esa bofetada de realidad y ganas de guerra, odio y venganza que se respira.

La sucesión de acontecimientos hace que el viaje que han iniciado pierda sentido, se vaya vaciando, ni ella ni él parecen estar en la mejor disposición de consumar su amor. Es más, parece que su amor ha pasado a un plano secundario. La pareja deambula por la calle, él buscando un lugar donde poder estar solos, ella agarrada a su brazo dejándose llevar como un zombi. La escena es patética, y no queda nada de la antigua pasión. Después de mucho ver, sin decidirse, él se mete en el primer hotel que ve, y ella le dice espantada “¡Ahora no!¡Aquí no!” (p. 80). Él la mira con angustia, turbado, nervioso, y ella accede dejando caer la cabeza. Ya en la habitación del hotel, lo que sucede a continuación ahonda en las mismas sensaciones de vergüenza, de agitación, de cierta repugnancia, de fealdad moral: “¡Qué fea era aquella habitación, qué vergonzoso era estar allí, qué decepcionante después de años de añoranza y de separación! Ni él ni ella habrían deseado algo tan vergonzosamente descarnado” (p. 84). La asfixia provocada por unas emociones dolorosas les lleva a dejar el cuarto y salir a pasear de nuevo. Una vez en la calle pasean por el camino solitario del bosque. La noche es ya cerrada, las farolas iluminan tenuemente el camino, vuelve la paz, el silencio, y con ello la complicidad entre ambos. De repente afloran de nuevo los recuerdos de cuando paseaban por el mismo sitio hace ya mucho tiempo. La realidad de su amor es clara: por más que quieran revivirlo en el presente, la verdad es que quedó anclado en el pasado. Zweig juega con la metáfora de las sombras de los amantes proyectadas en el pavimento para apuntar esa idea: “las sombras se fundían una con otra, como si se abrazasen, se apartaban para volverse a abrazar, mientras ellos caminaban cansados, respirando profundamente” (p.87). Elegante manera de mostrar que los cuerpos presentes están separados, y sus sombras (qué es el pasado si no una sombra, algo con una consistencia leve, cuyo ser pende de la memoria) se unen. Lo que son y lo que fueron expresados en esa pareja solitaria paseando en la noche ya cerrada: “Él observaba hechizado ese juego de las sombras, de figuras sin alma, cuerpos de sombra, que no eran sino reflejo de los suyos propios” (p. 87). Cita dos versos de Verlaine que expresan eso mismo: “En el viejo parque solitario y gélido / dos sombras buscan su pasado” (p. 90). Entendió que ellos no eran más que un par de sombras que querían convertirse en algo vivo y que no lo lograban. Y es que cuantas relaciones amorosas viven prendidas de un pasado amoroso que las dio origen, fuerza y sentido, y que es el último cabo que hace que dos cuerpo sigan juntos. Nostalgia por lo que fue y ya no es, por la plenitud de antaño y el vaciamiento progresivo del presente.  

La pasión, las emociones son las que dejan ver justo ese reducto último que nunca cambia del ser humano (ese fondo de identidad), ese yo íntimo que somos cada quien y que cada emoción lo hiere, lo despierta, haciéndonos sentir vivos y únicos. En nuestra pareja protagonista, la nostalgia les hiere en lo más íntimo de cada uno porque, como ya dijimos, les pone de manifiesto que aunque siguen siendo ellos mismos,  a pesar de ello ya no son los mismos. Fatalidad dolorosa, ni más ni menos que el tiempo que somos y que deslía la vida de cada quien, tiempo siempre mío que me va consumiendo.

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