Impresiones e ideas sobre El desierto de los tártaros de Dino Buzzati

Dino Buzzati
El desierto de los tártaros
(Alianza Editorial, Trad. Esther Benítez, 2022, 9ª reimpr., 267 pp)

Estamos ante un viaje a los límites de lo conocido, a la última frontera, superando la cual, más allá de ella, no se sabe lo que hay y se vive pendiente de que aparezca el otro, el extranjero, lo amenazante. A ese lugar nos traslada El desierto de los tártaros. Un joven militar, el oficial Drogo, es destinado a la Fortaleza, la gran construcción cuyo fin es fijar el límite o frontera entre lo civilizado y lo salvaje, entre el mundo conocido y el desconocido. La Fortaleza, un lugar hecho para esperar y enfrentar la guerra con el enemigo nunca visto pero siempre latente.

La novela nos narra los efectos que ese lugar peculiar ocasiona en la vida del joven Drogo. ¿Qué le sucede a un hombre cuya misión es instalarse y permanecer en un lugar de naturaleza tan peculiar, en el límite, en el ‘entre’ aquí-habitable y el allí-inhóspito? Pues bien, lo que en un primer momento promete ser una novela de acción y aventura, puesto que la cercanía y el encuentro esperado con lo otro siempre es apasionante, intrigante y prometedor, sin embargo, lejos de ello lo que tenemos con el correr de las hojas es algo así como un testimonio escrito a modo de cuasi-diario de la estancia de Drogo en ese lugar tan peculiar y único, testimonio en el que abundan todo tipo de reflexiones, observaciones e inquietudes, pero nada de acción. Nos introducimos en un relato estático, contemplativo, centrado en los efectos que ese lugar desértico y solitario, esos paisajes silenciosos, y la rutina reiterativa de la vida militar, ocasionan en la vida y en el ánimo del joven oficial. Dicho con otras palabras: Con el desierto de los tártaros Buzzati no busca introducir al lector en una aventura exótica en tierra tártara, pues de hecho los tártaros nunca aparecen en la novela, sino reproducir un tipo de atmósfera atípica, la propia de un lugar que es frontera o límite, y como ello es capaz de transformar la vida de una persona cuando permanece durante un largo periodo de tiempo habitándolo. Hay lugares extraños en los que la vida no se puede desplegar del mismo modo que lo hacemos en los lugares que habitamos diariamente. La fortaleza es uno de esos lugares. Buzzati hace un estudio de aquello en lo que consiste esa extrañeza.

La temporalidad y la identidad son los dos grandes efectos en los que se hace patente la metamorfosis de Drogo. Veamos cada uno.  

El desierto de los tártaros es una reflexión sobre la temporalidad de la vida humana, una temporalidad que no es la temporalidad de los objetos físicos, la que miden los relojes, homogénea, bien mensurada y proporcional, sino otra, más propia de la vida humana, subjetiva, que a veces se contrae y a veces se distiende, que a veces se hace tan sutil que casi es imperceptible, y que a veces termina olvidándose hasta tal punto que un buen día uno descubre que aquello de lo que antes era capaz ahora ya no puede hacerlo, que la vejez se ha instalado tan plenamente en su cuerpo que ya sólo puede arrastrarse y resistir. A largo de las páginas asistimos a un tránsito desde la temporalidad física y la existencial que tiene lugar en el oficial Drogo. La idea es que lo que provoca ese hecho es su permanencia en las instalaciones de la fortaleza. El viaje hacia los confines de lo conocido, más allá de lo cual se abre lo inesperado, supone también un viaje-tránsito para la vida de quien lo realiza que deja atrás sutilmente su sana y heredada noción del tiempo. Drogo pasa de ser un muchacho común y corriente, habitante de una jovial ciudad, con aspiraciones propias de cualquier joven de su misma edad, a ser alguien que no logra encajar en ese mismo mundo, que lo ha dejado atrás, muy atrás, descolgado, y que ya no puede reengancharse de nuevo. La fortaleza donde ha pasado varios años, su peculiar ritmo de vida, sus rutinas, sus observaciones que pasan de ser de lo más común a lo más extraño, convirtiendo todo en extraordinario y dándole un significa distinto, sus constantes avistamientos de movimientos extraños en el horizonte desconocido, creyendo que la llegada de los tártaros está por cumplirse, todo ese gran cúmulo de pequeños detalles que llenan la vida diaria de Drogo, acaba por transformarle, lo hacen otro, lo descabalgan de su tiempo, y lo introducen en un tiempo en el que cada día es idéntico al anterior, donde todo se reduce a unas mismas actividades, la constante repetición, los mismos rostros, paisajes, etc. La fortaleza se desvela como un dispositivo que metamorfosea la existencia de quien la habita, mimetizándola con la propia naturaleza de aquélla hasta tal punto que la saca del tiempo. En efecto, en los límites que cuida la fortaleza es donde realmente el tiempo deja de correr, se para, desaparece por momentos. Un lugar donde quien habita sus muros se transfigura hasta el punto que termina haciéndose de la misma naturaleza que ellos, pétreos y casi eternos. Los lugares que se alzan como lugares-límites, tienen la virtud de que deshacer convicciones, hábitos, ideologías, morales, tiempos, en definitiva, el sentido. La experiencia de la fortaleza es la de la caída y pérdida del sentido de la existencia. ¿En qué se convierte la existencia allá arriba? En nada, se desvanecía. Eso es lo que le sucede a Drogo y lo que asistimos con el pasar de las hojas. Acaba convirtiéndose en nada, en alguien de quien nadie ya sabía que estaba allí, aislado en su habitación, olvidado de todo y por todos, siendo engullido en ese olvido en que se convierte todo lo que vive allí.

El tema de la identidad está íntimamente ligado al de la temporalidad. Paralelamente al cambio que se opera en Drogo respecto a la temporalidad, quedándose atrás, dejando su tiempo y permaneciendo en ese otro tiempo propio de la fortaleza, un tiempo que no pasa, encontramos también, según avanza la novela, un Drogo que se muestra distinto en sus relaciones con los personajes con los que convive. Recién llegado entabla amistad con varios oficiales, habla con soldados, observa a unos y otros, le agradan cosas y le desagradan otras, en fin, vive inmerso en el trasiego propio de un enclave militar. Pero a medida que pasan los años padece en sí mismo una transformación de su ser que le lleva a aislarse paulatinamente de todo lo que le rodea. Con el paso del tiempo, y a medida que Drogo se adecúa a la vida en la fortaleza, todo comienza a discurrir para él como si estuviera viendo una obra de teatro: algunos oficiales dejan la fortaleza, otros nuevos vienen, unos se jubilan, alguno muere, las estaciones se suceden una tras otra, una primavera trae las mismas lluvias que otra primavera, un invierno trae las mismas nevadas que otro invierno, todo entra en una serialidad y regularidad que lo hunden en la más absoluta irrelevancia. En fin, para Drogo la vida termina siendo un espectáculo repetitivo, una misma obra representada una y otra vez, una y otra vez, y él ocupa sólo el lugar del espectador. Ya no interactúa con esa vida, no se siente parte de ella, no se implica, como si fuese un personaje más. No, Drogo, tan sólo se siente un espectador alejado de todo ello, alejándose hasta el punto de que se aísla, se distancia de la vida con los demás, se siente cómodo retirándose de las actividades sociales, y poco a poco se queda solo, se reconcentra en sí mismo, asemejando al aislamiento propio en el que vive sumergida una fortaleza que se yergue frente a un desierto. De un muchacho activo y lleno de vitalidad, terminamos encontrando un adulto meditativo y pasivo. Definitivamente, Drogo ya no es el que era.

A medida que la experiencia anterior va cuajando, con el transcurrir de la narración, queda claro al lector que Drogo sigue siendo lo mismo pero no el mismo. Externamente, para los ojos de sus compañeros, sigue siendo un militar más, pero interiormente él mismo ya no se identifica como el mismo que entró en sus muros. La fortaleza, ese lugar del límite, deshace la identidad de quien la habita, haciendo de él alguien completamente distinto de quien era. Esto se observa muy bien cuando pasados unos años Drogo decide regresar al hogar materno (capítulos dieciocho y diecinueve), a su ciudad natal, y siente con fuerza como a pesar de que todo sigue ahí, su cuarto con todo tal y como lo dejó, incluso su madre, las amistades, un amor pasado, sin embargo él mismo ya no encaja, algo dentro de él ha mutado. De habitante de la ciudad se ha convertido en habitante de la fortaleza. Se da cuenta de que por más que quiera ya no puede vivir fuera de esos muros, de los pasillos de piedra, de las guardias y las vigilias, etc. Y cuando, de hecho, deje definitivamente la fortaleza, será contra su voluntad y para morir. En definitiva, el desierto de los tártaros es un inquietante relato sobre el viaje, exterior e interior, de un joven a un lugar de una naturaleza tan peculiar y única que lo transforma en algo bien distinto a aquello que era. Un relato desconcertante, lleno de atmósferas, ambientes, situaciones y paisajes incómodos, raros, inquietantes. Un relato que deja en el lector un recuerdo imborrable de un lugar como la fortaleza.

Un apunte a propósito de los aspectos narrativos, confesando que Buzzati logra hilar una historia sugerente con una portentosa destreza narrativa, lleno de párrafos de hermosura y finura descriptivas. Es un escritor talentoso con un gran manejo del tempo narrativo. Una prosa muy trabajada, elegante y certera, y en capítulos como el dieciocho y el diecinueve logra crear una atmósfera melancólica tan bien descrita que llega a conmover. Lectura de alta calidad.   

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