Impresiones e ideas sobre Los españoles en la literatura de Ramón Menéndez Pidal

Ramón Menéndez Pidal
Los españoles en la literatura
(Austral, 1971, 156 pp)

Para Menéndez Pidal durante el siglo XVIII se puede observar en España un decrecimiento de lo que él denomina ‘fuerza creativa’, la cual había estado imperando con vigor durante los siglos XVI y XVII, los llamados siglos de oro de la literatura española. Lo que me interesa ahora no es aclarar en qué consiste esa supuesta fuerza, sino eso que a partir del XVIII se impone en España y ya viene haciéndose en el resto de Europa: lo que Pidal denomina también como una fuerza uniformizadora cultural. Entiendo que su origen geográfico se sitúa en Gran Bretaña, y que se puede entender de varias maneras, como la imposición del paradigma de la ‘anglo-esfera’ a la que se refiere Jesús G. Maestro, u otros intelectuales identifican como la imposición silenciosa e invisible de la cultura anglosajona más allá de sus fronteras: una cultura muy concreta de gustos y formas literarias, de modos de pensar y de actuar, de entender la finalidad última de las artes en general, etc. Desde el siglo XVIII comienzan ya a rastrarse los primeros efectos de la globalización cultural anglosajona no tanto en los nuevos territorios descubiertos, sino en los países europeos. Pienso que un ejemplo muy ilustrativo de ello lo tenemos en el constante empuje anglosajón por hacer de un literato ciertamente menor como lo es William Shakespeare, un gigante y referente literario no sólo a la altura de Cervantes, sino incluso superior. Esta comparación, que a todas luces es imposible de realizar, porque el calado, la innovación, la riqueza, el talento y la genialidad de la obra del manco de Lepanto es tan descomunal que la obra del autor inglés se queda muy por debajo, haciendo imposible una objetiva comparación entre ambos. Pero el paradigma cultural anglosajón, en su afán por extender su dominancia en todos los espacios, y el literario es uno de ellos, reivindica sus autores y producciones como ejemplares y paradigmáticos, al mismo tiempo que evita comparaciones en profundidad y fundamentadas, sustituyéndolas por el comentario superficial o el elogio simplista y repetitivo. Por poner un ejemplo, hace poco leí el libro de Harold Bloom, el reconocido gurú de la crítica literaria, un peso pesado en el ámbito de las letras, un intocable en el reino de los especialistas, sobre Shakespeare y no deja de ser un aburrido compendio de generalidades y loas. Por no hablar de su insustancial idea del ‘canon occidental’, que sólo ha servido como herramienta para avanzar en la mencionada globalización. Realmente, si uno lo piensa sin perjuicios de por medio curiosamente a día de hoy se adolece de un auténtico estudio de calado que exponga y haga dialogar a tradiciones tan distintas como la anglosajona y la española, buscando conclusiones justas y  cimentadas. Obviamente, el vacío tiene su explicación.

Entiendo que las reflexiones encaminadas a acotar un cierto ‘espíritu español’ o de cualquier otra región,  territorio o país, no sólo se consideran antiguallas, sino que suelen enjuiciarse como desprendiendo un cierto olor rancio más propio de otras épocas. Nuestro tiempo busca siempre estar a la altura de la moda, en constante cambio, y agradar a los gustos políticamente correctos. Nuestro tiempo se vanagloria de la altura civilizatoria que ha alcanzado y desde la que mira no sólo al resto de culturas, sino al propio pasado, tipificando como moralmente tóxico, y por ende desechando, todo lo que no haya contribuido al logro de esa cumbre que habita. Pero a pesar de la altura alcanzada, nuestro tiempo también tiene su propio basurero y sus propios malos olores, aunque reivindiquen los valores del ecologismo y la sostenibilidad. Pues bien, yo cada día estoy más convencido de que la valoración negativa y el consecuente olvido de eso que suele llamarse la identidad cultural, las raíces históricas de un pueblo, en definitiva de aquello que diferencia a una nación de otra, está justo en el principio (no sólo temporal, sino también como fundamento, como arjé) de la globalización que padecemos y de la decadencia vital por la que transcurre cada pueblo implicado en esa corriente epocal y terrible. Un mundo muy civilizado pero del que se han borrado las raíces peculiares de cada región, es sencillamente un monstruo insaciable, por ejemplo, en términos económicos. Es hoy un hecho constatable que el modelo económico imperante (neoliberalismo, neocapitalismo, etc.) se ha construido poco a poco en una lucha encarnizada justo contra las raíces identitarias de cada pueblo. Ya nos puso sobre aviso Marx cuando señalaba que a la figura del proletariado se llega como resultado de un previo vaciamiento de todos aquellos componentes humanos (diferenciables culturalmente, agregaría yo), de modo que un obrero es por definición un ‘algo’ vacío en movimiento, o lo que es lo mismo, una fuerza de trabajo y un consumidor indeterminados, porque realmente un obrero es estructuralmente idéntico aquí en España, en Japón, en Sudáfrica o en México. Como digo, decir esto hoy no es más que señalar hechos, simples hechos.

En mi acercamiento a la literatura española del siglo de oro, en la que ahora estoy inmerso, y agobiado por reflexiones semejantes a las que acabo de hacer, he decidido abordar ese farragoso asunto de la identidad nacional. Para ello desempolvo a intelectuales de otras épocas que en su tiempo se tomaron el asunto con seriedad y firme convicción. No se trata de ser casposo ni rancio ni de volver a unas esencias nacionales al modo franquista. Hay que saber distinguir con finura entre una cosa y otra, aunque reconozco que hoy en día se tiende a identificar con demasiada premura y acríticamente ambas vertientes, claro ejemplo esto de los prejuicios que todavía hoy encontramos en España sobre lo propio, lo autóctono o lo español, se llame como se quiera llamar. En fin, estamos ante intelectuales que en su afán legítimo hicieron una inmersión por ese océano cultural inmenso que es la vida popular de un país, el lugar depositario de las tradiciones, gustos, etc., donde anclar e investigar algo así como una identidad cultural. No hay de otra. Dicha identidad nunca se hallará en las eminentes instituciones de una sociedad o en los hogares relucientes y llenos de bienestar y finura, afanados por desmarcarse y vivir fuera de ese mundo caótico, mundano y sucio de tradiciones, usos y costumbres que habitan en las calles, en los barrios o en los pueblos anónimos. Quien quiera saber algo de una identidad cultural, hay que mancharse las manos, y no ponerse a hacer ‘viajes’ desde el despacho y sólo en horario de oficina, sino más bien con-vivir con la comunidad. Esto siempre lo han sabido muy bien los antropólogos de todos los tiempos.     

El libro de Menéndez Pidal hace algunos aportes valiosos para aquellos fines. Sin duda, me quedo con aquellas ideas valiosas para mí y las presento como tal, pero entiendo que la labor de anclarlas en autores en específico y los matices que necesariamente impliquen, eso ya corresponde al  lector interesado hacerlo por sí mismo y leer el libro para saciar ese apetito. ¿Qué nos puede aportar entonces el libro de Pidal?

Primero: que en España a lo largo de su historia literaria y artística se observa con claridad un impulso artístico estrechamente vinculado con la vida misma, de la cual emana, con la vida cultural del pueblo anónimo. No se trata de un crear por crear, de un impulso elitista del arte por el arte, ajeno a cualquier vínculo externo a él mismo, sino de un impulso que se sabe nacido de la vida popular y que remite a ella misma. Hay un hermanamiento entre literatura y vida del pueblo como una constante registrada a lo largo del tiempo en el territorio español. A pesar de la globalización anglosajona que poco a poco se va imponiendo en otras esferas de la vida social y cultural españolas, sin embargo pienso que ese vínculo arte–vida perdura con fuerza durante el siglo XVIII y XIX, llegando incluso al siglo XX en varios autores del noventa y ocho (Unamuno, Azorín) y también en algunos de los de la generación del veintisiete (Lorca). Pienso que quizás ese vínculo ha sido uno de los últimos cadáveres que la globalización cultural en España ha dejado por el camino, cadáver que yo sitúo, sin fecha concreta, en las postrimerías de la dictadura franquista. Desde entonces en la literatura española es imposible hallar algo de calidad que huela lo más mínimo a aquel vínculo, sino más bien un prejuicio constante frente a ello y una ingenua entrega a las temáticas de una actualidad globalizada. Como ya he comentado más arriba, paralelamente a ese mundo cada vez más globalizado, la literatura española ha entrado con fuerza y ciegamente en un estado de creciente decadencia, estado que solo alguna voz perdida ha denunciado con honestidad. Esa ceguera y silencio, a pesar de que son entendibles en tanto que casi todos los autores han sido engullidos voluntaria o involuntariamente por la industrial editorial y sus lógicas globalizadas de productividad y consumo, sin embargo evidencian una obviedad, a saber, que hoy en día ninguno de ellos está por la labor de arriesgar su status dentro de la sociedad de consumo y la cultura de masas que nos definen y que tantas comodidades otorga.

Para finalizar ese primer apartado acabo con el hecho de que ese llamado al íntimo vínculo entre el arte y la vida reivindicado por Pidal como propio de la literatura y las artes españolas, que elude toda forma de trascendencia y permanece en la más absoluta inmanencia mundana, de no encumbrarse por encima del público, del hombre común, de ser comprensible por todos y no exclusivamente de tal o cual clase social, debería ser algo así como un  imperativo categórico del autor y un principio regulador de su actividad. Para Pidal es el profundo deseo de ser comprensible por todos, un arte destinado a las mayorías, reacio a sutiles complicaciones de cualquier índole, sino más bien una voluntad de hacerse entender y ser asequible a todos. Esto es lo que Pidal denomina popularismo, que como puede entenderse ahora no tiene nada que ver con el tan manoseado populismo político, sino con algo así como un hacer comunidad.

Segundo: para Pidal el famoso realismo que en general se le suele atribuir a la literatura y el arte españoles debe ser entendido desde ese impulso creativo estrechamente ligado a la vida cultural popular. Pidal destaca que no es un realismo mostrenco cuyo principio sea el de la adecuación de la obra a un mundo que ya está dado de antemano y su función sea describirlo del modo más fiel posible. Realismo no alude a un deseo de conformidad con la realidad, sino “a un concebir la idealidad poética muy cerca de la realidad, muy sobriamente” (p. 93). A mí esta caracterización del realismo hispano me recuerda mucho a la que hace Seymour Menton del realismo mágico en su libro Historia verdadera del realismo mágico. Me explico, según Pidal se trata de hacer una transustanciación poética de la realidad tocando de subjetividad, de emoción, de universal idealidad las complejas particularidades de lo inmediato aprehensible, sin caer en el exceso racionalizador (crear puras formas abstractas, conceptos – intelectualismo), ni en el exceso imaginativo (crear puras fantasías vaporosas y absolutamente libres – lo fantástico). Ni razón ni imaginación desbocadas, sin limite alguno, sino siempre elevadas y reguladas por una atenencia a lo real inmediato, a la vida cotidiana y popular. Dicho en el lenguaje kantiano de las facultades, la sensibilidad (la experiencia sensible, la realidad cotidiana) como límite de las pretensiones cognoscitivas tanto del entendimiento como de la imaginación. Por eso en el realismo español hay escasez de elementos maravillosos (hadas, héroes mitológicos, magos, etc), entendidos como productos exclusivos de una imaginación que se suelta de la realidad vital e inventa ella sola la suya propia. Más bien lo que encontramos es un tratamiento de lo maravilloso como una segunda realidad, como una realidad extraordinaria. Aquí está el meollo de la cuestión. Como bien dice Pidal: “no es lo maravilloso lo que atrae hacia arriba la realidad cotidiana, sino que es ésta la que tira de lo maravilloso hacia abajo” (p.100). Se usa lo maravilloso no para desvincularse o alienarse de la realidad cotidiana, sino como recurso poético al servicio de esa misma realidad: “Cervantes no creía en las hechicerías que cuenta, sino que las usa como recursos poéticos, en cuanto en su tiempo eran muy creídas y podían ser admitidas como realidad” (p.101). Más adelante Pidal dirá que en España los dioses de Homero y Virgilio terminan desapareciendo, quedando reducido lo maravilloso a prodigios naturales, sueños, y toda una serie de realidades de la vida para la creencia popular. Todo está dispuesto por y para ese realismo de la vida cotidiana. Lógicamente, queda claro ahora que estamos ante un realismo mundano, de clara tendencia popular, no un realismo de corte cientificista o fisicalista. Y curiosamente el mismo realismo encontramos cuando Menton afirma que lo peculiar del realismo mágico latinoamericano es que toma lo asombroso o maravilloso como improbable pero real, y por tanto arraigado en ese mismo mundo real cotidiano (p.39). El realismo mágico latinoamericano de la misma naturaleza que el realismo popular ibérico. En este sentido, el realismo netamente español o ibérico que plantea Pidal ciertamente es muy sugerente y nos aleja del típico planteamiento simplista que suele hacerse sobre el asunto en cuestión.  

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