Impresiones e ideas sobre Aura, de Carlos Fuentes

Carlos Fuentes
Aura
(Era, México, 2001, 62pp)

Aura es una novela breve que puede entenderse como un breve estudio sobre los ambientes, las atmósferas, sobre aquello que circunda y rodea a los personajes. Sin duda, Carlos Fuentes nos entrega una novela donde el protagonista no es un personaje, un yo, sino una atmósfera, un entorno. La historia en sí misma no tiene nada de especial: un muchacho (Felipe) sin empleo que ojeando el periódico encuentra una oferta laboral que se ajusta como anillo al dedo a su formación profesional. Se pone en contacto con los solicitantes, hace una visita y se entera de que el trabajo consiste en elaborar unas memorias de un difunto general ya fallecido hace años, tomando como base legajos que éste ha dejado a su viuda, y tenerlo todo listo para su publicación. La difunta esposa (Consuelo) del general es la que le encomienda la tarea y le pone como condición tener que residir en la casa de ella durante el tiempo que dure la labor.

Lo esencial de la novela no está en lo que cuenta, es decir, en la historia y las personas que aparecen en ella, sino en cómo lo cuenta, esto es, en todo ese contexto que envuelve a los personajes, modulándolos. Me explico. Cómo he dicho estamos ante una novela que trabaja con los ambientes, esto es, con  realidades no palpables, vaporosas, sin una entidad propia definida. Carlos Fuentes busca, a través los ambientes y atmósferas que viven los personajes, modos de ‘tocar’ emotivamente al lector: crear incertidumbre, temor, desconcierto, miedo. Esta es la gran virtud de Aura. Todo el uso del lenguaje está volcado en provocar dichos estados de ánimo en el lector. Carlos Fuentes, escritor inteligente, se ayuda para ello de un recurso técnico muy específico y poco usado: la segunda persona del singular y el tiempo narrativo presente. Ciertamente el resultado es eficaz: ese ‘tú’ que narra la historia siempre está presente en la narración, nunca se pierde nada (omnisciente), y tiene en todo momento el control del ritmo narrativo, quitándole toda centralidad al yo del protagonista. Pero a diferencia del narrador en tercera persona del singular, quien por su propia naturaleza está siempre lejano de la acción, la segunda persona cumple la función de alter-ego del protagonista, esto es, de ser alguien más cercano que aquél, justo como si su cercanía consistiera en estar ahí pero sin ser visto. Inquietante ese lugar del ‘tú’ en la obra. Esto es importante porque justo lo mismo decíamos de los ambientes que rodean a los personajes, influenciándolos sin ser vistos en cuanto tales. Dicho en otras palabras, la segunda persona del singular se adecua maravillosamente bien a la peculiar naturaleza de los ambientes que pueblan la novela. Finalmente, unamos a todo lo dicho el uso constante del tiempo presente, que consigue el efecto de hacer que el lector se sienta arrastrado por lo que sucede en la novela. Apenas hay referencia alguna a tiempos pasados, sino más bien ese perseverar martilleante del presente, haciéndonos partícipes de lo que el protagonista está viviendo ahora, de sus mismos desconciertos y temores. Con ello se consigue rodear a la narración de un aura emotiva muy concreta: incomodidad, desasosiego. Carlos Fuentes, escritor sagaz, recoge esa ambigüedad en el mismo título de la obra: el nombre de un personaje y el de una vivencia muy concreta.

Ahora bien, además de la vista, el tema de tiempo presente tiene otra derivación muy interesante. A lo largo de la narración el presente en el que radica el protagonista se irá evaporando y haciéndose un presente propio de un tiempo pretérito. Tratemos esto brevemente. Hemos visto que Aura es un intento de descentrar el yo, de quitarle su lugar como centro de la novela: ese yo todopoderoso, dominador. La insistencia de Fuentes en el contexto, en que lo que sucede, sucede fuera del sujeto, y por tanto que debemos mirar no hacia el interior del personaje, sino hacia fuera de él, dejándole a un lado, todo ello mezclado con ese narrador que es justo un ‘tú’ que es ‘otro’ distinto al yo, consiguen justo el descentramiento de la narración. En efecto, la historia engancha, mantiene en vilo al lector, interesado, cautivado. Pero no por ese yo plano del protagonista, sino por lo que le rodea: esa casa del 815 de la calle Donceles, una casa que desde que se entra en ella, con un acceso lóbrego e intrincado, como si al traspasarlo dejásemos atrás los tiempos presentes y entrásemos en un tiempo pretérito, hace ochenta o noventa años atrás. La distribución de la casa, anticuada por completo, llena de muebles, objetos, tapices, alfombras, etc., todos ellos objetos desfasados, de otro tiempo ya muerto. Sin duda, el tránsito del ‘fuera de’ al ‘dentro de’ la casa implica un cambio de tiempo, del presente actual del personaje al pasado de las habitantes de la casa (Aura y Consuelo). Es importante esa experiencia de un retorno al pasado porque nos muestra como la temporalidad no es una entidad independiente e intocable, como si estuviese de suyo ahí y sólo supiese de transcurrir hacia delante, sin pausa. Todo lo contrario, en la novela la experiencia de ese retorno al pasado viene dada porque el protagonista entra a un lugar en el que los objetos y los ambientes que ellos generan le llevan hacia atrás. El tiempo no tiene una naturaleza absoluta, sino que siempre es relativo a los objetos en los que se manifiesta. Una casa del siglo XIX puede hacer sentir a quienes moran en ella un cierto regreso a aquellos tiempos de antaño siempre y cuando sus moradores dejen atrás su tiempo presente, por ejemplo, encerrándoles en ella, haciendo que pierdan todo contacto con el exterior y que se sometan a los hábitos y ambientes propios de esa casa. Y justo eso es lo que le pasa al protagonista de Aura: ni vuelve a salir de la casa una vez entra en ella, ni vuelve a tener contacto con nada del exterior. Digamos que se somete a la casa, y ésta le somete a su peculiar temporalidad, que es la de un tiempo pretérito.

Paralelamente a ese ‘viaje’ en el tiempo que supone la estancia del protagonista en la casa de la calle Donceles 815, tenemos también una cierta pérdida de su identidad. Esto sucede al final de la novela, cuando Aura y Felipe se acuestan juntos y hacen el amor. Ese extraño acto sexual simboliza, por un lado, la pérdida de algo propio de cada uno y, por otro lado, la adopción de algo que les era ajeno antes. Siguen siendo ellos dos, pero ya no son iguales a como eran la noche anterior. Aura parece adoptar la identidad de Consuelo, la vieja viuda cadavérica que resiste el paso del tiempo acostada en un cama o rodeada de sus santos, su baúl de recuerdos y sus roedores en el rincón oscuro del cuarto. Y del mismo modo, Felipe parece adoptar la identidad del difunto general Llorente, de quien ha ido conociendo más detalles de su vida a medida que ha ido leyendo los legajos que la viuda le daba para redactar sus memorias. La novela termina desconcertando porque no sabemos quien es quien (“pero es ella, es él, es … eres tú”, p. 58). Los objetos y los ambientes de la casa, las situaciones que Felipe y Aura padecen alejadas de toda normalidad, y el regreso de los tiempos pasados que termina dándose, todo ello hace que su identidad quede ‘tocada’ y ninguno de ellos sepa quien es ya realmente. Eso es Aura, no sólo el nombre de una muchacha, sino aquello que circunda, rodeando, a la casa de la viuda Consuelo, en pleno centro del Distrito Federal mexicano, en el casco viejo, un lugar extraño en el que los muertos parecen volver a la vida, en donde sentimos con horror como lo pasado se hace presente de nuevo, tan sólo creando el ambiente propicio para ello. El sujeto ciertamente es más frágil de lo que parece. Eso consigue la novela Aura en apenas sesenta páginas. Excelente ejercicio de condensación narrativa, de ir a la cosa misma sin rodeos ni circunloquios. 

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